21

    
    Las conversaciones, las risotadas y el tecleo rítmico de la máquina de escribir se acallaron al unísono tan pronto como los cuatro pares de ojos se posaron en mí. La estancia era gris, llena de humo, de olor a tabaco y a rancio hedor de humanidad reconcentrada. No se oyó entonces más ruido que el zumbido de mil moscas y el ritmo cansino de las aspas de un ventilador de madera girando sobre nuestras cabezas. Y al cabo de unos segundos, el silbido admirativo de alguien que cruzaba por el pasillo y me vio de pie, vestida con mi mejor tailleur y rodeada de cuatro mesas tras las que cuatro cuerpos sudorosos en mangas de camisa se esforzaban en trabajar. O eso parecía.
    -Vengo a ver al comisario Vázquez -anuncié.
    -No está -dijo el más gordo.
    -Pero no tardará -dijo el más joven.
    -Puede esperarle -dijo el más flaco.
    -Siéntese si quiere -dijo el más viejo.
    Me acomodé en una silla con asiento de gutapercha y allí aguardé sin moverme más de hora y media. A lo largo de aquellos noventa minutos eternos, el cuarteto simuló volver a su actividad, pero no lo hizo. Se dedicaron tan sólo a fingir que trabajaban, a mirarme con descaro y a matar moscas con el periódico doblado por la mitad; a intercambiarse gestos obscenos y a pasarse notas garabateadas, llenas probablemente de referencias a mis pechos, mi trasero y mis piernas, y a todo lo que serían capaces de hacer conmigo si yo accediera a ser con ellos un poquito cariñosa. Don Claudio llegó finalmente ejecutando el papel de un hombre orquesta: andando con prisa, quitándose a la vez el sombrero y la chaqueta, disparando órdenes mientras intentaba descifrar un par de notas que alguien acababa de entregarle.
    -Juárez, te quiero en la calle del Comercio, que ha habido navajazos. Cortés, como no me tengas lo de la fosforera en mi mesa antes de que cuente diez, te mando para Ifni en tres patadas. Bautista, ¿qué ha pasado con el robo en el Zoco del Trigo? Cañete…
    Ahí paró. Paró porque me vio. Y Cañete, que era el flaco, quedó sin cometido.
    -Pase -dijo simplemente mientras me indicaba un despacho al fondo de la estancia. Volvió a ponerse la chaqueta que ya tenía medio quitada-. Cortés, lo de la fosforera que espere. Y vosotros, a lo vuestro -advirtió al resto.
    Cerró la puerta acristalada que separaba su cubil de la oficina y me ofreció asiento. La estancia era menor en tamaño, pero infinitamente más agradable que la oficina contigua. Colgó el sombrero en un perchero, se acomodó tras una mesa repleta de papeles y carpetas. Accionó un ventilador de baquelita y el soplo de aire fresco llegó a mi cara como un milagro en medio del desierto.
    -Bien, usted dirá. -Su tono no era particularmente simpático, tampoco lo contrario. Él tenía un aspecto intermedio entre el aire nervioso y preocupado de los primeros encuentros y la serenidad del día de otoño en que se avino a dejar de apretarme la yugular. Al igual que el verano anterior, volvía a tener el rostro tostado por el sol. Tal vez porque, como muchos otros tetuaníes, iba con frecuencia a la cercana playa de Río Martín. Tal vez, simplemente, por su continuo callejear resolviendo asuntos de una punta a otra de la ciudad.
    Ya conocía su estilo de trabajo, así que le planteé mi requerimiento y me preparé para hacer frente a su batería infinita de preguntas.
    -Necesito mi pasaporte.
    -¿Puedo saber para qué?
    -Para ir a Tánger.
    -¿Puedo saber a qué?
    -A renegociar mi deuda.
    -A renegociarla ¿en qué sentido?
    -Necesito más tiempo.
    -Creía que su taller marchaba sin problemas; esperaba que ya hubiera conseguido reunir la cantidad que debe. Sé que tiene buenas clientas, me he informado y hablan bien de usted.
    -Sí, las cosas marchan, es cierto. Y he ahorrado.
    -¿Cuánto?
    -Lo suficiente como para hacer frente a la factura del Continental.
    -¿Entonces?
    -Han surgido otros asuntos para los que también necesito dinero.
    -Asuntos ¿de qué tipo?
    -Asuntos de familia.
    Me miró con fingida incredulidad.
    -Creía que su familia estaba en Madrid.
    -Por eso, precisamente.
    -Aclárese.
    -Mi única familia para mí es mi madre. Y está en Madrid. Y quiero sacarla de allí y traerla a Tetuán.
    -¿Y su padre?
    -Ya le dije que apenas le conozco. Sólo estoy interesada en localizar a mi madre.
    -Entiendo. Y ¿cómo tiene previsto hacerlo?
    Le detallé todo lo que Candelaria me había contado sin mencionar su nombre. Él me escuchó como siempre había hecho, clavando sus ojos en los míos con apariencia de estar poniendo sus cinco sentidos en absorber mis palabras, aunque estaba segura de que él ya conocía perfectamente todos los pormenores de aquellos traslados de una zona a otra.
    -¿Cuándo tendría intención de ir a Tánger?
    -Lo antes posible, si usted me autoriza.
    Se recostó en su sillón y me miró fijamente. Con los dedos de la mano izquierda inició un tamborileo rítmico sobre la mesa. Si yo hubiera tenido capacidad para ver más allá de la carne y los huesos, habría percibido cómo su cerebro se ponía en marcha e iniciaba una intensa actividad: cómo sopesaba mi propuesta, descartaba opciones, resolvía y decidía. Al cabo de un tiempo que debió de ser breve pero a mí se me hizo infinito, frenó en seco el movimiento de los dedos y dio una palmada enérgica sobre la superficie de madera. Supe entonces que ya tenía una decisión tomada pero, antes de ofrecérmela, se dirigió a la puerta y a través de ella sacó la cabeza y la voz.
    -Cañete, prepare un pase de frontera para el puesto del Borch a nombre de la señorita Sira Quiroga. Inmediatamente.
    Respiré hondo cuando supe que Cañete por fin tenía un quehacer, pero no dije nada hasta que el comisario volvió a su sitio y me informó directamente.
    -Le voy a dar su pasaporte, un salvoconducto y doce horas para que vaya y vuelva a Tánger mañana. Hable con el gerente del Continental a ver qué consigue. No creo que mucho, para serle sincero. Pero por probar, que no quede. Manténgame informado. Y recuerde: no quiero jugarretas.
    Abrió un cajón, rebuscó y volvió a sacar la mano con mi pasaporte en ella. Cañete entró, dejó un papel sobre la mesa y me miró con ganas de aliviar conmigo su flacura. El comisario firmó el documento y, sin levantar la cabeza, espetó un «largo, Cañete» ante la presencia remolona del subordinado. Seguidamente, dobló el papel, lo introdujo entre las páginas de mi documentación y me lo tendió todo sin palabras. Se levantó entonces y sostuvo la puerta por el pomo invitándome a salir. Los cuatro pares de ojos que encontré a la llegada se habían convertido en siete cuando abandoné el despacho. Siete machos de brazos caídos esperando mi salida como al santo advenimiento; como si fuera la primera vez en su vida que veían a una mujer presentable entre las paredes de aquella comisaría.
    -¿Qué pasa hoy, que estamos de vacaciones? -preguntó don Claudio al aire.
    Todos se pusieron automáticamente en movimiento simulando un frenético trajín: sacando papeles de las carpetas, hablando unos con otros sobre asuntos de supuesta importancia y haciendo sonar teclas que con toda probabilidad no escribían nada más que la misma letra repetida una docena de veces.
    Me marché y comencé a caminar por la acera. Al pasar junto a la ventana abierta, vi al comisario entrar de nuevo en la oficina.
    -Joder, jefe, vaya torda -dijo una voz que no identifiqué.
    -Cierra la boca, Palomares, o te mando a hacer guardia al Pico de las Monas.
    
El tiempo entre costuras
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