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Las conversaciones,
las risotadas y el tecleo rítmico de la máquina de escribir se
acallaron al unísono tan pronto como los cuatro pares de ojos se
posaron en mí. La estancia era gris, llena de humo, de olor a
tabaco y a rancio hedor de humanidad reconcentrada. No se oyó
entonces más ruido que el zumbido de mil moscas y el ritmo cansino
de las aspas de un ventilador de madera girando sobre nuestras
cabezas. Y al cabo de unos segundos, el silbido admirativo de
alguien que cruzaba por el pasillo y me vio de pie, vestida con mi
mejor tailleur y rodeada de cuatro mesas tras las que cuatro
cuerpos sudorosos en mangas de camisa se esforzaban en trabajar. O
eso parecía.
-Vengo a ver al
comisario Vázquez -anuncié.
-No está -dijo el más
gordo.
-Pero no tardará
-dijo el más joven.
-Puede esperarle
-dijo el más flaco.
-Siéntese si quiere
-dijo el más viejo.
Me acomodé en una
silla con asiento de gutapercha y allí aguardé sin moverme más de
hora y media. A lo largo de aquellos noventa minutos eternos, el
cuarteto simuló volver a su actividad, pero no lo hizo. Se
dedicaron tan sólo a fingir que trabajaban, a mirarme con descaro y
a matar moscas con el periódico doblado por la mitad; a
intercambiarse gestos obscenos y a pasarse notas garabateadas,
llenas probablemente de referencias a mis pechos, mi trasero y mis
piernas, y a todo lo que serían capaces de hacer conmigo si yo
accediera a ser con ellos un poquito cariñosa. Don Claudio llegó
finalmente ejecutando el papel de un hombre orquesta: andando con
prisa, quitándose a la vez el sombrero y la chaqueta, disparando
órdenes mientras intentaba descifrar un par de notas que alguien
acababa de entregarle.
-Juárez, te quiero en
la calle del Comercio, que ha habido navajazos. Cortés, como no me
tengas lo de la fosforera en mi mesa antes de que cuente diez, te
mando para Ifni en tres patadas. Bautista, ¿qué ha pasado con el
robo en el Zoco del Trigo? Cañete…
Ahí paró. Paró porque
me vio. Y Cañete, que era el flaco, quedó sin cometido.
-Pase -dijo
simplemente mientras me indicaba un despacho al fondo de la
estancia. Volvió a ponerse la chaqueta que ya tenía medio quitada-.
Cortés, lo de la fosforera que espere. Y vosotros, a lo vuestro
-advirtió al resto.
Cerró la puerta
acristalada que separaba su cubil de la oficina y me ofreció
asiento. La estancia era menor en tamaño, pero infinitamente más
agradable que la oficina contigua. Colgó el sombrero en un
perchero, se acomodó tras una mesa repleta de papeles y carpetas.
Accionó un ventilador de baquelita y el soplo de aire fresco llegó
a mi cara como un milagro en medio del desierto.
-Bien, usted dirá.
-Su tono no era particularmente simpático, tampoco lo contrario. Él
tenía un aspecto intermedio entre el aire nervioso y preocupado de
los primeros encuentros y la serenidad del día de otoño en que se
avino a dejar de apretarme la yugular. Al igual que el verano
anterior, volvía a tener el rostro tostado por el sol. Tal vez
porque, como muchos otros tetuaníes, iba con frecuencia a la
cercana playa de Río Martín. Tal vez, simplemente, por su continuo
callejear resolviendo asuntos de una punta a otra de la
ciudad.
Ya conocía su estilo
de trabajo, así que le planteé mi requerimiento y me preparé para
hacer frente a su batería infinita de preguntas.
-Necesito mi
pasaporte.
-¿Puedo saber para
qué?
-Para ir a
Tánger.
-¿Puedo saber a
qué?
-A renegociar mi
deuda.
-A renegociarla ¿en
qué sentido?
-Necesito más
tiempo.
-Creía que su taller
marchaba sin problemas; esperaba que ya hubiera conseguido reunir
la cantidad que debe. Sé que tiene buenas clientas, me he informado
y hablan bien de usted.
-Sí, las cosas
marchan, es cierto. Y he ahorrado.
-¿Cuánto?
-Lo suficiente como
para hacer frente a la factura del Continental.
-¿Entonces?
-Han surgido otros
asuntos para los que también necesito dinero.
-Asuntos ¿de qué
tipo?
-Asuntos de
familia.
Me miró con fingida
incredulidad.
-Creía que su familia
estaba en Madrid.
-Por eso,
precisamente.
-Aclárese.
-Mi única familia
para mí es mi madre. Y está en Madrid. Y quiero sacarla de allí y
traerla a Tetuán.
-¿Y su padre?
-Ya le dije que
apenas le conozco. Sólo estoy interesada en localizar a mi
madre.
-Entiendo. Y ¿cómo
tiene previsto hacerlo?
Le detallé todo lo
que Candelaria me había contado sin mencionar su nombre. Él me
escuchó como siempre había hecho, clavando sus ojos en los míos con
apariencia de estar poniendo sus cinco sentidos en absorber mis
palabras, aunque estaba segura de que él ya conocía perfectamente
todos los pormenores de aquellos traslados de una zona a
otra.
-¿Cuándo tendría
intención de ir a Tánger?
-Lo antes posible, si
usted me autoriza.
Se recostó en su
sillón y me miró fijamente. Con los dedos de la mano izquierda
inició un tamborileo rítmico sobre la mesa. Si yo hubiera tenido
capacidad para ver más allá de la carne y los huesos, habría
percibido cómo su cerebro se ponía en marcha e iniciaba una intensa
actividad: cómo sopesaba mi propuesta, descartaba opciones,
resolvía y decidía. Al cabo de un tiempo que debió de ser breve
pero a mí se me hizo infinito, frenó en seco el movimiento de los
dedos y dio una palmada enérgica sobre la superficie de madera.
Supe entonces que ya tenía una decisión tomada pero, antes de
ofrecérmela, se dirigió a la puerta y a través de ella sacó la
cabeza y la voz.
-Cañete, prepare un
pase de frontera para el puesto del Borch a nombre de la señorita
Sira Quiroga. Inmediatamente.
Respiré hondo cuando
supe que Cañete por fin tenía un quehacer, pero no dije nada hasta
que el comisario volvió a su sitio y me informó directamente.
-Le voy a dar su
pasaporte, un salvoconducto y doce horas para que vaya y vuelva a
Tánger mañana. Hable con el gerente del Continental a ver qué
consigue. No creo que mucho, para serle sincero. Pero por probar,
que no quede. Manténgame informado. Y recuerde: no quiero
jugarretas.
Abrió un cajón,
rebuscó y volvió a sacar la mano con mi pasaporte en ella. Cañete
entró, dejó un papel sobre la mesa y me miró con ganas de aliviar
conmigo su flacura. El comisario firmó el documento y, sin levantar
la cabeza, espetó un «largo, Cañete» ante la presencia remolona del
subordinado. Seguidamente, dobló el papel, lo introdujo entre las
páginas de mi documentación y me lo tendió todo sin palabras. Se
levantó entonces y sostuvo la puerta por el pomo invitándome a
salir. Los cuatro pares de ojos que encontré a la llegada se habían
convertido en siete cuando abandoné el despacho. Siete machos de
brazos caídos esperando mi salida como al santo advenimiento; como
si fuera la primera vez en su vida que veían a una mujer
presentable entre las paredes de aquella comisaría.
-¿Qué pasa hoy, que
estamos de vacaciones? -preguntó don Claudio al aire.
Todos se pusieron
automáticamente en movimiento simulando un frenético trajín:
sacando papeles de las carpetas, hablando unos con otros sobre
asuntos de supuesta importancia y haciendo sonar teclas que con
toda probabilidad no escribían nada más que la misma letra repetida
una docena de veces.
Me marché y comencé a
caminar por la acera. Al pasar junto a la ventana abierta, vi al
comisario entrar de nuevo en la oficina.
-Joder, jefe, vaya
torda -dijo una voz que no identifiqué.
-Cierra la boca,
Palomares, o te mando a hacer guardia al Pico de las Monas.